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Marina Pérez Muraro

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Segunda vez de escribir en una libreta hecha por mí, hoy, con el lápiz negro Pizzini facetado triangularmente 2=HB. Estoy en el jardín del edificio, rebosante de felicidad porque por primera vez en muchos días puedo estar al aire libre sin desesperarme por el calor. Hasta hace una horas el clima seguía insoportable; en eso apareció una brisa milagrosa y la temperatura bajó varios grados. Qué alivio infinito. Los últimos cinco días el calor fue el tema de todas las conversaciones; todas las personas con las que hablaba se quejaban de lo mismo. No puedo creer volver a vivir fuera del área de influencia del aire acondicionado, más allá de un ventilador, fuera de toda refrigeración, al aire libre, sin ayuda tecnológica, y disfrutarlo.

Paré para ponerme repelente de mosquitos porque ya vi revolotear uno sobre mi piel. Apareció mi sobrino por wasap, hoy es su cumple, vamos chateando pausadamente.

Está lindo el jardín, pintaron y arreglaron las hamacas y los bancos; lástima que uno fue asediado por lo pájaros y quedó todo manchado. Hay un aire muy agradable. Cuando bajé, había una mujer con dos nenas, todas muy tranquilas, jugando, pero enseguida se fueron. Ahora estoy sola. Escucho pájaros a lo lejos, a veces voces y, constante, el murmullo urbano de máquinas y motores. Lápiz y papel se llevan bien.

Todavía hay mucha luz diurna pero ya se encendieron los reflectores del jardín. Uno está a mis espaldas, alto, y dibuja sobre el papel la sombra de mi mano que escribe. Nítida, negra, acompaña la escritura sin superponerse. Cada tanto la sombra también dibuja la punta del lápiz en el aire.

Como quien no quiere la cosa, ya llegué a la mitad del primer cuadernillo, se ve el hilo oscuro de la costura como una columna vertebral entre las dos hojas.

Wasapea mi sobrino. Y no quiero cortar la comunicación, me parece muy mala onda. Pero obviamente chatear y escribir al mismo tiempo es hacer todo a medias. Hoy es su cumple y pasado mañana se recibe.

El cielo está de un celeste súper pálido, muy tenue. Qué curioso que cuando se va el sol, el cielo se aclare tanto. Hacia el oeste es casi blanco.

Me gusta el dibujo de la enredadera en el galpón de al lado. Caminitos verdes que se bifurcan y entrelazan. Nada muy frondoso pero sí alto.

La brisa creció en intensidad y se convirtió en viento. Todas las hojas verdes se mueven (todas las hojas son del viento…) y mis pelos cosquillean mi cara. Cada vez se nota más que lo que me ilumina es el reflector.

Manuel encendió la luz de su habitación y yo até mis pelos para que no inunden mi cara. El repelente surtió efecto, hasta ahora no me picó ningún mosquito. Pasó revoloteando una silueta negra, demasiado grande para mariposa y muy chica para murciélago.  Escucho voces infantiles pero no hay niños a la vista.

Oscurece. Estoy bajo las copas de los árboles, dentro de la campana de luz artificial del reflector. Acá adentro, todo es nítido e implacable, con contornos cortantes, cada objeto protagonista aislado de los demás. Fuera del cono, empiezan a reinar las sombras, los colores se apaciguan y amalgaman, la intimidad es posible. Donde antes veía blanco el cielo, ahora hay un suave difuminado que va del casi naranja al casi lila, apenas un matiz de color con la última acuarela disponible. En la pared de la derecha, la que está más allá de las hamacas, aparecieron siluetas de hojas, sombras que dibuja el reflector y que jamás podría dibujar el sol. Son casi las 8. En dos semanas y poquito empieza el otoño.


04.03.2023



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