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Marina Pérez Muraro

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Se vino el otoño de golpe. Tanto calor desproporcionado en marzo, tanto verano desbocado, expansivo, prolongado más allá de lo habitual, y ahora, en un tris, en un pim pam pum, de buenas a primeras ya tenemos el otoño entre nosotros: días cortos, menos de 20 grados, cielo cubierto, lluvia. No me quejo. Prefiero esto mil veces a la ola de calor. Llueve con ganas, ahora. Escucho la lluvia. El cielo está gris; el día, oscuro. En cualquier momento me hago un mate para acompañar la lluvia.

Se intensifica el sonido, el cielo es plomo. No hay viento, la lluvia cae parada. Veo un cuadrado del suelo del patio, limpio por la lluvia, color ladrillo fuerte, encima el verde de los arbustos, al fondo destacan los rectángulos blancos de las hamacas. El cielo se azula levemente. Toda lluvia es bienvenida, ojalá llueva en el campo y no café, la sequía causó estragos. Amaina ahora. Ya no es un discurso enfervorizado, una arenga, ahora es un balbuceo que se va acallando. Dentro del departamento, la claridad exterior comparte el espacio con la luz amarillento-verdosa del velador. Tengo los pies un poco fríos.


Interrumpí por una cuestión de laburo (si, ¡en domingo!) y de paso me hice un mate. Afuera ya está oscuro, no negro el cielo sino violeta-gris muy denso y apagado, los objetos exteriores apenas se distinguen. Adentro, solo ilumina el velador. Tomo algunos mates, escribo a medias, pendiente de que envíen el archivo con la última corrección.

Empecé a leer un libro sobre las variaciones culturales en la percepción del tiempo. Me gustó cuando dice que en la cultura occidental la inactividad está asociada con "perder el tiempo", lo relacioné con estos momentos que me doy para escribir y "no hacer nada". Solo percibir.

Levanté la vista y descubrí en el ventanal la sombra del adorno colgante que está ante él. Están casi pegados, el colgante y su sombra, pero parecen muy diferentes, no solo por el color (el colgante, hecho con varillas de madera enlazadas verticalmente por sus centros, pasa por todos los colores: azul, verde, amarillo, naranja, rojo y vuelta a empezar; mientras que la sombra, obviamente, es parejamente negra sobre el fondo oscuro exterior), no solo por los colores sino por las formas, aunque una espeja al otro. Al colgante le veo volumen, a la sombra la veo plana, como un dibujo de penachos iguales, una guarda ornamental Art Decó, un ejército de abanicos egipcios en procesión, dispuestos a espantar al unísono el calor. El colgante es el colgante que ya conozco. Lo heredé de Silvia.

De golpe apareció una luz potente en el jardín, se encendió el reflector. Está duplicada, se refleja en un charco de lluvia. Ahora escucho agua pero no es la lluvia, es Manuel que por fin fue a lavar los pocos platos del almuerzo después de insistirle varias veces. Mi compu encendida por lo del trabajo aporta un zumbido electrónico de fondo y un tirú-tirú desconcertante que suena cada tanto. Ya no tengo tan frío los pies. Oigo aviones y la voz de mi vecino.

No hay magia hoy. Mejor leo en vez de escribir.

2.4.23


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