Hoy, sí, el ritual como corresponde. Es domingo, hice yoga, y me acomodé para escribir sin límite de horario, puedo quedarme lo que se me antoje. Disfruto el ritual y disfruto la preparación del ritual; mientras me preparaba el mate y planeaba cómo instalarme ya saboreaba este placer. No estoy en el silloncito sino enfrente de él, lo más pegada al ventanal que pude, para aprovechar el último rayo oblicuo de sol que entra en el living; puse almohadones en la alfombra cual otomana, y acá estoy, con un mate que pronto se enfriará, las piernas estiradas y sobre ellas un libro de tapa dura para apoyar la libreta (no el blanco de Bacon, porque ese está al lado del silloncito, sino uno que manoteé de la estantería que ahora funge de respaldo; es un libro hermoso sobre fotos de París desde el inicio de la fotografía hasta el 68: París, la ville et ses photographes. Cuando lo compré le regalé la mitad a Rogelio y la otra mitad a mí misma; cuando nos separamos me quedé con la totalidad —solución salomónica—, consideré que después de nueve años de relación, no era tanto de lo que me apropiaba en la división de bienes).
Escribo con un lápiz Staedtler 4B porque hace mucho que no escribo con lápiz y me dio ganas de volver a sentir esta sensación. El lápiz ya está bastante usado, el extremo sin punta se apoya sobre el nudillo de mi dedo índice; es la longitud mínima antes de volverse incómodo, me parece; y como tengo que sacarle punta seguido porque la mina 4B enseguida se engrosa, es posible que hoy, cuando lo termine de usar, haya llegado a la longitud de la incomodidad.
Se va corriendo el sol; cuando empecé a escribir, hace unos minutos, lo sentía en un fragmento de mis piernas; ahora ya no. Voy a moverme los pocos centímetros que tengo disponibles para intentar atraparlo.
Lo conseguí. Estoy aún más pegada al ventanal, en diagonal, veo la mitad del balcón en un triángulo sesgado, pero atrapé el sol en mis piernas. Qué placer. Y en mi torso, y en mis manos. Durará poco pero valió la pena. Amo la caricia del sol en invierno, es una de las bendiciones de este planeta. Cuando era chica, mi mamá me decía que yo era un “solcito de invierno”; ya entonces me parecía de los mejores piropos del mundo.
Como estoy sentada en el suelo, las macetas del balcón están a mi altura o más arriba que mi cabeza. Todavía están bañadas de luz y las hojas se mueven suavemente, acariciadas por una brisa que no sé cuán fría es porque todavía no asomé la ñata al exterior.
En el jardín están el nene pelotero, su abuelo y su madre; escucho los pelotazos y la voz del chico. En este momento solo pelotea él; abuelo y madre se sentaron al sol, la brisa mueve sus pelos. El abuelo está con los brazos cruzados, el cuello de la campera subido hasta la boca, parece con frío o enfurruñado. La madre le ceba un mate.
Desde acá puedo ver las macetas que cuelgan del enrejado de mi balcón como no las miro nunca: desde atrás y desde abajo. Las crenchas de Frida Kahlo parecen una cascada verde inmovilizada, estalactitas gráciles y móviles. Descubro un yuyo que crece directamente del material del piso del balcón del lado de afuera; creo que es el mismo que invadió las macetas de áloe. Qué perseverancia la de los yuyos, aprendamos de ellos.
La familia desapareció. Se habrán ido a almorzar.
Por un lado tengo ganas de bajar el jardín –hace mucho que no voy— y mirar el mandarinero. Por el otro, ni en pedo me muevo de acá, me encanta mi campamento otomano. Si miro hacia mi izquierda, impacta el desparramo que hice, hay cosas por todos lados.
Desde acá veo poco cielo —unos trapezoides irregulares, atravesados por travesaños y rejas del balcón y del ventanal— pero tengo línea directa con el árbol del jardín, majestuoso, la parte superior y la mitad izquierda soleada y el cuarto inferior derecho de su copa ensombrecida, balanceándose suavemente. Se aquieta el movimiento y recuerdo el verso de Saer que tanto me gusta en “Diálogo bajo un carro”: “Se mueven las hojas, y no sopla, sin embargo, / ninguna brisa…” Ahora las hojas volvieron a danzar. Dura lo que dura un desperezo, y de nuevo nada; y al instante otro desperezamiento, como si en este mediodía soleado no terminaran nunca de despertar. Y esto me hizo acordar una frase que dijo Pablo hace pocos días que me encantó: “esas mañanas que empiezan tímidas…” Caminábamos juntos hacia la parada del colectivo y al fondo de la calle el cielo tenía un tinte rosado y el aire estaba frío.
De los dos trapezoides de cielo que veo ahora, uno, el que está sobre el jardín, está principalmente celeste salvo la esquina inferior izquierda, blanca, atravesada por unas nubes tenues en diagonal, nubes deshilachadas, como borrones de tiza en un pizarrón, que se mueven mucho más rápido de lo que parece cuando no les prestamos atención. (De golpe apareció un silbido de viento y un chiflete enfría mi pierna derecha.) El otro trapezoide celeste, el que está directo frente a mis ojos, más allá del lado izquierdo del balcón y del techo del galpón, parece todo él empañado por un velo nuboso, hay algo allá arriba tan tenue que cuesta distinguirlo, o es la luz solar que hace relumbrar todo. Hay un brillo más allá del techo del galpón que encandila, como si escondiera un milagro… y ya se va diluyendo. Qué difícil es atrapar algo, lo miro y ya está mutando.
Puesto que el sol ya no entra en el depto y que junto al ventanal empecé a sentir frío, volví a desplazar mi campamento otomano pero ahora hacia el centro del living. Levanté algunas cosas del suelo que no necesito tener a mano, llevé el mate a la cocina, fui al baño, y me traje unos quinotos. Levantarme me hizo pensar en todas las otras cosas que también tengo que o quiero hacer además de escribir, pero hoy gana la escritura, acá estoy de nuevo. Y tal como vaticiné, el lápiz se acortó notoriamente, ahora me cuesta más sostenerlo. Como (de comer) el primer quinoto.
Ahora veo más cielo y más balcón. Sobre el techo del galpón, las nubes forman una trama sutil, puntillista, que se va deshaciendo ante mis ojos… ya se esfuma. Una y otra vez, cuando quiero describir el cielo, me surgen comparaciones pictóricas y pienso en pinceladas, acuarelas, sombreados, impresionistas; me asombra que la mejor forma que encuentro de describir algo de la naturaleza sea a partir de obras humanas que, a su vez, intentaron representar la naturaleza. Como si mirara la naturaleza a través de la cultura. Y bueno, tiene sentido (como dice Manuel), porque soy un animalito urbano, crecí en la ciudad, durante mi infancia vi más cielos pintados que reales, eso me habrá formado. A un campesino no le debe de pasar lo mismo.
Yo ya no recibo sol pero las plantas de mi balcón todavía sí (justo una nube lo hizo palidecer). Dos de los pimpollos de la dimorfoteca están muy blancos, a punto de abrirse, creo que la aparición de los pétalos es inminente. Me tienen a la expectativa, no quiero perderme el momento en que se asomen y se expandan. Ya me comí todos los quinotos que me traje.
Algo que me fascina y me intriga es cómo una misma planta cambia de color según dónde esté ubicada. Tengo varias macetas con la misma planta (hijas unas de la primigenia) y en cada maceta desarrollan distintos matices, algunos muy verdes, otros más grises, rojizos o morados. Con mi ignorancia botánica pensaba que se ponen más verdes cuando les da más el sol, pero la empiria dice que es al revés. ¿Tal vez al recibir menos sol producen más clorofila para aprovecharlo mejor? La graptopetalum paraguayense, por ejemplo (acabo de buscar su nombre) siempre fue más gris que verde al aire libre, pero planté unos esquejes en una maceta de cerámica que dejé en el interior y se puso verde claro, un verde precioso.
Ya queda muy poco sol en el balcón, apenas sobre las ramas altas del té de burro y del jazmín y de las hojas de las clivias; lo demás ya está apagado. Vengo escribiendo en la segunda mitad de la libreta, cuando estoy en las carillas pares el borde derecho se engrosa por la costura. El lápiz está más cortito que cuando empecé a escribir, dio su esencia por mi placer de garabatear palabras tratando de registrar lo inasible, rozar lo intangible: una mañana de sol, la luz sobre la tierra, el paso del tiempo; como si quisiera percibir cada detalle, ser su médium y devolverlo por escrito (y otra vez aparece Saer: todos los paraísos y todas las hojas de todos los paraísos y todas las nervaduras de todas las hojas de todos los paraísos, y ser su cantor).
28.7.24.
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