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  • Foto del escritor: Marina Pérez Muraro
    Marina Pérez Muraro
  • 7 dic 2024
  • 6 Min. de lectura

Actualizado: 28 dic 2024

Sábado a la mañana; Noelia nos avisó la semana pasada que hoy no daba clase y yo me alegré, porque aunque me parece muy bueno ir a sus clases, extraño tener las mañanas de sábado para mí. De todas las infinidades de cosas que quiero hacer en estas horas (incluyendo hacer ejercicio para reponer un poquito lo que habríamos hecho hoy con Noelia) lo que más quiero, lo más imperioso, urgente e impostergable, es escribir; así que acá estoy, en el silloncito, con la libreta apoyada sobre el libro blanco sobre mis rodillas flexionadas una sobre la otra y una birome azul en la mano (di vuelta la página y llegué al centro del primero de los dos cuadernillos que forman esta libreta; se ve la costura central y sus nudos). El día está sorprendentemente fresco para esta altura del año; recién asomó el sol y unas nubes mayormente blancas y gruesas se desplazan hacia mi espalda; antes, estaba el cielo bastante cubierto. 

Todavía estoy terminando de tomar el primer café con leche de la mañana (ya está bastante frío) y me puse música: el álbum de Ablaye Cissoko y Cyrille Brotto (me hice muy fan de Constantinople y de Ablaye Cissoko, y antes de ayer descubrí este dúo de Cissoko y Brotto, un acordeonista, y me encantó).

Hace un mes que no escribo, por eso tantas ganas acumuladas. Hubo (hay) visitas del extranjero: llegó Sil de improviso, por un problema familiar, después de 36 años viviendo en Canadá, 16 sin venir a Argentina y 20 de no vernos nosotras, y estuvimos dándole una mano en todo lo que pudimos. Ahora está por irse al aeropuerto. Unas semanas más tarde, justo el día anterior a mi cumple, llegó Sandra de Zaragoza; algo menos impactante porque ella viaja todos los años, pero igualmente sorprendente porque siempre viene para Navidad, con sus hijos, y esta vez adelantó el viaje, lo hizo más corto y vino sola. Ella se vuelve pasado mañana, hoy a la tarde nos encontramos de nuevo.

Por lo tanto, este cumpleaños mío fue extraordinario. Ya era extraordinario (1) ver a Sil en BA, (2) que Sil estuviera en BA el día de mi cumple, (3) que Sil y Sandra coincidieran en BA, y (4) que Sandra estuviera en BA en mi cumple.  Tanta extraordinariez no se puede dejar pasar; hice una cena en casa con Sil, Sandra, Manuel y Pablo, y fui muy feliz.

Para mi cumple, Pablo me regaló (entre otras cosas) El idioma materno de Fabio Morábito, y ahora tenemos un nuevo hábito,  un “mor(h)ábito”: cada desayuno nos leemos uno de sus textos (una vez él, una vez yo); son textos cortos, autónomos, como los que transcribí en la entrada anterior, y después de pensar un rato cómo definirlos, convinimos en que son parábolas. Las parábolas de Morábito, dos esdrujulas juntas, garantía de felicidad.

Así que acá estoy, un mes más tarde de la última vez que escribí, oficialmente más vieja, satisfecha de mimos internacionales, escuchando una música preciosa, con los pies levemente fríos,  reencontrada con la literatura y alejada de las noticias, con la perspectiva de tener que decidir que hacer en “las fiestas” y no tener ganas de nada, con mi balcón explotado de verde, cada vez más selvático, y el de al lado cada vez más poblado (continuidad de los balcones, diría Cortázar), con malvones rojos, jazmines lilas, florcitas blancas y rosadas que atraen colibríes (dos veces, dos días distintos, pasó fugaz un colibrí a libar las flores de mi balcón y fui feliz).

Ganas de escribir, sí, pero, ¿sobre qué? (Ahora las nubes se desplazan más lentamente, siguen yendo “hacia mi espalda”, es decir hacia el norte —por lo tanto hay viento sur, por eso esta fresco—, y son más, y más grandes, y taparon el sol). Mientras me preparaba el café, antes de agarrar la libreta, anticipando este momento, sentí que tenía demasiado bullicio adentro mío que necesitaba descartar antes de ponerme a escribir, porque si no, lo que surge es todo aquello de lo que no quiero escribir (no quiero escribir sobre mí misma, no quiero escribir sobre el país, etc.); no estoy escribiendo ficción, tampoco poesía, entonces, ¿qué queda? Esta pregunta por el qué escribir junto con el reconocimiento de mis ganas de escribir me hicieron recordar algo muy puntual, un sentimiento engarzado en una etapa precisa de mi vida. Ahora no me acuerdo exactamente qué edad tenía entonces; era el final de la adolescencia, el inicio de la juventud, y yo quería escribir pero no se me ocurría sobre qué escribir, y me dije algo así como que “antes que escribir, tenía que vivir”, que tomarme unos años para experimentar el mundo era necesario para convertirme en escritora; que, digamos, si no encontraba sobre qué escribir era porque me faltaba, como se dice (guiño a Saer), “experiencia vital”, “conocimiento del mundo”, o, dicho más popularmente, “calle”.  Hoy, recordando ese sentimiento, me pregunté: ¿por qué pensé entonces que se escribe sobre lo que se conoce en vez de pensar que se escribe sobre lo que se imagina? Curioso en mí, lectora asidua de ciencia ficción y literatura fantástica. ¿Incluso para imaginar necesitamos previamente conocer? Podría ser: Úrsula K. Le Guin no puede “conocer” el planeta Gueden (donde los nativos tienen un solo sexo, entran en celo para aparearse y el rey puede quedar embarazado) porque no existe, pero sus observaciones sobre los sentimientos de guedenianos y humanos se basan en lo que aprendió sobre este planeta Tierra.


Me levanté para sacar de la biblioteca mi viejísimo ejemplar de La mano izquierda de la oscuridad  porque no recordaba el nombre del planeta y me impactó leer la primera frase del libro: “Escribiré mi informe como si contara una historia pues me enseñaron siendo niño que la verdad nace de la imaginación”. Me puse a hojear el libro y me dio ganas de releerlo completo, una vez más.


Como me estoy enredando en disquisiciones sobre verdad, ficción e imaginación demasiado insondables para mí, reencauzo mis pensamientos al punto anterior, la presencia de unas “ganas de escribir” sin un objeto, tema, historia, idea, nada previo, ningún susurro de ninguna musa que me murmure al oído material para plasmar por escrito (y las veces —no pocas— en que musas humanas me dijeron “podrías escribir sobre esto” no les hice caso).

Lo que no hago es el trabajo previo. Saer (ejemplo extremo porque sus libros son extraordinarios y su método también lo era) creaba todo en su mente, y cuando se sentaba a escribir (a mano, en sus cuadernos)  la historia ya estaba creada, por eso en sus cuadernos casi no hay correcciones. Otro ejemplo extremo: el protagonista de “El milagro secreto”, el cuento de Borges. Y me parece que ya hablé sobre él.

Encima que no tengo “tema”, que las musas no aportan nada, que desoigo los comentarios bienintencionados, encima, con mi mala memoria, es posible que vuelva a escribir algo que ya escribí meses atrás y no recuerde. Genuinamente creo que estoy llegando a un pensamiento por primera vez, pero es la segunda o la tercera, lo que pasa es que olvidé las anteriores. Ante los mismos estímulos mi mente reacciona igual, elabora el mismo pensamiento, y yo en vez de recordar, repienso.

Por las mismas razones, ¿cómo pretender escribir algo nuevo, original, cada vez que agarro una libreta para escribir un rato, si las circunstancias son harto semejantes y yo soy la misma? ¿Cuánta variación puede suceder si me siento en el mismo lugar, en el mismo sillón, a mirar el mismo balcón y el cielo infinito, por más abierta al mundo que me predisponga a estar? Como para desmentirme, un pajarito que nunca había visto (no un colibrí sino un típico pajarito urbano, gris, chiquito, creo que era un gorrión) apareció en mi balcón, se metió entre las plantas, adentro de las macetas, como buscando algo o dando un paseo, y volvió a partir.

El álbum de Cissoko y Brotto terminó hace rato, seguí con el concierto de Constantinople y Cissoko gracias al cual los conocí y me hicieron fan; si fuera un vinilo ya tendría el disco rayado de tantas veces que lo escuché.

Ya es mediodía, ya escribí varias páginas y me pregunto si sería mejor terminar la sesión de escritura de hoy y dedicarme a alguna de las otras cosas que quería hacer, además de las imprescindibles como almorzar. Tengo la misma sensación de insatisfacción que otras veces, de haber chapaleado sobre la nada y encima sin lograr expresarme bien, la misma sensación de ¿es esto lo que encontré cuando me puse a rebuscar en el arcón de la buhardilla ya que ninguna musa se acercó con un manjar para mí? ¿Y esto, qué es? Ni ficción, ni testimonio, ni parábola; se define por la negativa. Pero paso por alto esta sensación, como quien se aleja de las alturas si sufre de vértigo, porque tengo la esperanza de que al pasar en limpio mis garabatos de hoy, algún encanto le encuentre. Ya veremos.

7.12.24


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