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- Marina Pérez Muraro
- 8 feb
- 4 Min. de lectura
Actualizado: 12 feb
Sábado a la tarde, hace muchísimo calor, no tanto por la temperatura como por la humedad, el típico calor del verano porteño agobiante, aplastante, pesado, envolvente. A la mañana fui a gimnasia, volví caminando al mediodía a pesar del agobio porque quería hacer compras por el camino; al llegar fui al Edén para meter las lavandas en una maceta enganchada al borde del balcón (idea de Pablo para que reciban más sol), almorcé ahí y regué con fertilizante, fui y vine entre el Edén y casa llevando y trayendo cosas, después hice cosas en casa y finalmente me duché para refrescarme y me instalé en el living con el aire acondicionado en el modo “dry” para que saque la humedad que tanto me molesta. Manuel duerme, se está acostando y levantando cada vez más tarde.
Después de describir minuciosamente las plantas del Edén la sentada anterior me quedé pensando dos cosas: por un lado, que nunca describí tan sistemáticamente las plantas de mi propio balcón; por otro, cuántas plantas llegaron a mí a través de amigas (incluyendo madre y hermana) y cuántas otras por ir trayendo gajos de aquí y de allá (además de lo que aparece solo, por sus propios medios). Ahora mi balcón tiene dos nuevos integrantes. La primera es una suculenta (crassula argenta variegata) que me regaló Esther porque a fin de año nos regaló una suculenta a cada una de las compañeras de la clase de gimnasia. La segunda es ¡una palta recién nacida! Tantas veces puse en remojo carozos de palta que me comí y nunca pasó nada, nunca germinaron. El último que puse estuvo en agua muchas semanas, ya estaba por fletarlo pensando que tendría el mismo destino que los demás, cuando vi que estaba asomando un brotecito. Lo metí en tierra y desde entonces, sin exagerar, cada día lo veo más grande, me impresiona tanto ímpetu repentino. No sé si se nota en las fotos que saqué, pero yo tengo la impresión de que cada mañana cuando lo miro lo encuentro un poquito más grande que el día anterior. Es emocionante.
Otra que se expande exageradamente es el té de burro; igual que el año pasado, largó unas ramas larguísimas que atraviesan el balcón. Ahora me parece que le están por salir flores.
Otra expansionista: la santalucía. No sólo apareció en la maceta amarilla que mudé al Edén, también apareció en otras macetas de mi balcón, por ejemplo, en la de los aloes. También es muy expansiva la crassula pellucida marginalis (una que traje de lo de Marina S.), avanzó desde la maceta inicial hasta las dos siguientes. Pero el premio a la fertilidad es para la haworthia cymbiformis: con o sin espacio permanentemente larga hijos por debajo como una gallina protegiendo polluelos. Creo que podría cubrir cualquier extensión de terreno que le dejen a disposición.
Me había olvidado un nuevo integrante más: me traje del Edén un gajito del árbol de jade de Magdalena. No estoy segura de que haya prendido, pero me parece que sí. Con esto completamos para los dos lados el intercambio vegetal entre balcones.
Además de lo que crece, está lo que muere. Los dos repollos de jardín fenecieron. El clavel chino que me regaló Pablo, lamentablemente, también. Y antes, la salvia splendens que compré en 2023, y la “ojo de poeta” que me regalaron mi hermano y mi cuñada, y también la mandevilla y la santarrita que compré yo años atrás y el aguapey qué me regaló Maria Inés y probablemente alguna más que ya no recuerde.
Además, está lo que evoluciona inesperadamente, como la dimorfoteca que, en vez de crecer hacia arriba, crece hacia abajo, o el aeonium arboreum que, cuando lo traje de lo de Marina S., era un solo tronco con una sola “flor” de hojas verdes que se puso a crecer a lo alto, después sacó “flores” desde el tronco central; después cada “flor” se extendió en un tronco y ahora está largando una nueva serie de ramas en círculo a otra altura del tronco central, pero las “flores” que están en la punta de cada rama están reducidas a su mínima expresión.
Por lo tanto, no es mérito mío lo que crece, porque no prospera todo lo que intento que crezca ni lo que crece lo hace como yo quiero. Eso es lo que tengo presente cuando pienso en mi jardín colgante: que su fecundia es consecuencia del equilibrio al que llegué entre azar y voluntad, leyes y condiciones naturales, celebración y guía, aceptación y propuesta, observación y abstención, cuidado y disfrute, contemplación y empatía. Cultivar mi jardín colgante me ayudó a sintonizar con sus habitantes vegetales y encontrar nuestra armonía conjunta, como si fuéramos un coro silencioso del cual yo no soy la directora, sino una coreuta más. Casi un estado meditativo. Contemplar mi jardín, cada mañana, es una minimeditación. Y pasó un colibrí, fugaz, a buscar las flores del sedum morganianum, pero todavía no asomaron.
Estuve escribiendo con un filgo marrón pero se le acabó la tinta y seguí con una birome gris, con 2 interrupciones: una para hablar con Pablo y la otra para hablar con Manuel. Hubo ruido de vecinos (el del tercero increpó al del cuarto por varios temas) y bajó la luz solar, al colibrí lo vi casi negro. Y llegué a la mitad del segundo cuadernillo de esta libreta. Dejo acá porque tengo ganas de pasar en limpio todo esto.
8 2.25


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