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- Marina Pérez Muraro
- hace 7 días
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Actualizado: hace 4 días
Primer fin de semana sin laburo extra desde que volví de las vacaciones a fines de enero, pensé que iba a poder aprovechar el buen tiempo en el jardín y escribir un rato entre volver de gimnasia y salir a encontrarme con Patricia, pero al llegar a casa encadené una tarea doméstica tras otra y no tuve tiempo de nada más. Mientras lavaba la lechuga (ya consciente de que el tiempo se me escurría de las manos como el agua que pasaba a través de las hojas verdes), me dije que debería dejar de considerar irrelevantes todos estos gestos mínimos que me consumen tanto tiempo; no les doy importancia, entonces supongo que son instantáneos, pero se suman y el acumulado me consume el día. Es la misma sensación que tengo cuando en mi trabajo estoy horas contestando mails: siento que eso no es producir, que no trabajé, pero se me fue el día en eso. Sentí que es la misma dificultad por la que a tantes nos cuesta ahorrar pequeñas cantidades: parecen insignificantes, pero juntas son una suma. Recordé haber leído en más de un lugar que a les humanes nos cuesta dimensionar cantidades pequeñas (y también muy grandes), no vemos que muchas cosas mínimas juntas se convierten en algo grande. Pasa lo mismo en la sociedad, un individuo no puede cambiar nada, una multitud, sí. Me dije que tengo que empezar a valorar estos gestos cotidianos porque juntos son una gesta y pensé que por lo general (aunque ahora no se me ocurre ningún ejemplo), cuando en castellano una palabra tiene una versión femenina y una masculina, la masculina es la más valorizada, pero en este caso un gesto es algo mínimo y una gesta es algo grandioso.
Tengo que aprender a dimensionar en su justa medida y su justo valor estas tareas minúsculas porque lo minúsculo nos constituye (¿no estamos hechos de átomos?). Desestimarlos no hace que me lleven menos tiempo, sino que sienta que mi tiempo se esfumó por sí solo. Si decidí hacer tareas domésticas en vez de bajar al jardín a escribir fue porque quería el resultado de esas tareas (la ropa limpia, la comida lavada y frizada, las plantas regadas, etc.), entonces, valoremos haberlas hecho. Recordé las preguntas claves de mi juventud-adolescencia, aquellas que cuando las formulé sentí que me permitían organizar mi vida:
¿que valor doy a lo que hago?
¿que valor doy a lo que no hago?
¿a qué me quiero dedicar ?
Si lavo la ropa pero no lo valoro y le doy valor a escribir pero no lo hago, viene bien la pregunta: ¿a qué me quiero dedicar? Parece que la clave sigue estando ahí, en equilibrar la respuesta a estas preguntas, todavía. Siempre.
Y, al final, terminé escribiendo esto después de ver a Patricia, mientras vigilo la cacerola donde intento hacer dulce de membrillo.
26.4.25.
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