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- Marina Pérez Muraro
- 1 jun
- 3 Min. de lectura
Actualizado: hace 17 horas
Mañana de domingo en el Parque Chacabuco. El aire está frío pero el sol es cálido. Estamos en un banco de plaza al sol, calentitos, la brisa refresca. Pablo se sentó a leer en el suelo con las piernas estiradas y los hombros contra el banco. Yo sigo sentada sobre el banco con mis pies en el aire, no llegan al suelo, mis piernas se balancean y transmiten vibraciones a mis muslos. Apoyé mi cartera en mi falda para apoyar la libreta encima y usarla de mesa. Escribo con una birome azul.
Me encanta el ambiente familiar del parque, hay muchos niños pequeños dando sus primeros pasos vigilados por sus padres o aprendiendo a andar en bicicleta. A tres metros de nosotros se juntó un grupo improvisado de padres y madres, intercambian información sobre actividades infantiles, escucho sus voces. Algo me picó en el talón derecho, será un mosquito (con el frío desaparecieron bastante pero cada tanto alguno me pica). Vimos pasar caminando muy cerca de nuestros pies un mirlo negro tornasolado, sus plumas brillaban al sol, y un par de pájaros grises veteados que no sé qué son (¿jilgueros?). El sol está tan brillante que me cuesta mirar hacia adelante, tengo que entrecerrar los ojos, sobre todo el derecho. Me resulta más fácil girar la cabeza y mirar hacia la izquierda. Siento el sol fuerte en mis piernas enfundadas en unas calzas negras. El cielo está limpísimo, es un celeste de postal; con esta luz todas las formas y colores destacan nítidos. Me picó algo en la pierna izquierda. Escucho pájaros, gritos de niños, voces de adultos, bocinas de bicis, el rumor del tránsito en la avenida, pelotazos, alguna moto, ningún ladrido.
El grupete improvisado cobra vigor. Adaptaron altura de asiento y volante de una bici para que un nene la use, se lanzó feliz, lo aplaudieron, parece que son sus primeros intentos. El hombre que lo acompaña es delgado, petiso, tiene barba y un gorro de lana, parece un gnomo. De cara me hace acordar a Gabo Ferro. Habría dicho que el reciente ciclista es una nena por la cara y el corte de pelo, pero lo llamaron “genio”. Ahora está probando una bici de su tamaño y va mucho mejor. Nosotros no vinimos en bici sino caminando, yo estaba cansada para la bici. Nos levantamos a eso de las 11, desayunamos en casa y salimos al parque.
Los pájaros se calmaron y los adultos hablan de restaurantes, lugares en la costa, escucho “ahí inventaron los sorrentinos” y como leí la novela de Virginia Higa sobre los sorrentinos y me encantó, siento que hablan de mi familia. Volvió el alboroto sonoro avícola.
Cada tanto cierro los ojos para disfrutar la tibieza del sol y deleitarme con los naranjas y rojos que quedan atrapados dentro de mis párpados cuando el sol los alcanza.
El grupete de dos familias se disolvió, la familia compuesta por el pequeño ciclista arrojado, el hombre-gnomo y la mujer más sonora del conjunto se despidió de la otra familia (padre, madre, dos nenas) y se fue en bici. La familia inicial se prepara para irse también. Hora de almorzar, calculo. Ahora sí escucho ladridos.
¡Sorpresa! Lo que creí una misma familia parece que eran dos. El hombre se fue con la nena más pequeña y la mujer con la nena más grande en bici, por separado.
Un perro blanco y negro vino derecho a Pablo a pedirle mimos, Pablo lo saludó cariñoso, le encantan los perros. Llegó al final del libro, lo cerró, se sacó los anteojos y se levantó del suelo. Nosotros también levantamos campamento en busca de un café caliente, tarea cada vez más utópica en Buenos Aires a medida que gana terreno la invasión de los cafés “de especialidad” que se especializan en servirlo frío. Vamos perdiendo, no solo en esto.
1.6.2025

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