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- Marina Pérez Muraro
- 10 may
- 3 Min. de lectura
Unas vacaciones otoñales en el paraíso, literalmente y sin exagerar, en casa de amigos en medio de la naturaleza. Hoy es nuestra última noche acá, mañana a la noche tomamos el micro de vuelta. No tengo nada de ganas de volver a trabajar, me aparté tanto del mundo cotidiano que me cuesta volver.
Ahora es el mediodía, el tiempo está delicioso, Pablo lee al sol y yo me senté a escribir a la sombra, en una mesa en el jardín. Se escuchan trinos de pájaros, gorgeos, graznidos; de vez en cuando algún motor de auto o moto, y nada más. Me rodea el verde y por encima la cúpula celeste, absolutamente diáfana y límpida. Los primeros días estuvo nublado, neblinoso y lloviznoso; entre nuestros ojos y las cosas se interponía un velo blanco tenue y translúcido que por momentos se adensaba y luego se diluía. Hoy, en cambio, todos los verdes resplandecen, vibran, destacan, exponen sus diferencias.
Estamos metidos no en “el verde” sino en “los verdes”, ¡hay tantos y tan distintos entre sí! Y amarillos, y rojos (frutos de los arbustos) y flores naranjas, violetas, blancas, y los marrones de la alfombra de hojas secas, ¡qué maravilla! La mesa donde escribo está bajo un árbol hermoso, un tilo de ramas largas que cubren el espacio como un toldo natural o una cuevita; para sentarse en los bancos que acompañan la mesa hay que agachar la cabeza y entrar en el aura del tilo. Sus hojas redondas van de un verde muy claro a un amarillo transparente con bordes amarronados; sus hojas largas con los frutos ya están todas beiges y tan delgadas que sus nervaduras parecen telas de arañas.
El aire es una caricia; ¡el aire, qué prodigio! Desde que llegamos nos deleitamos con los aromas que nos rodean, la frescura y vitalidad que tiene el aire en sí mismo acá, liberado de la contaminación urbana. Las hojas se mueven dulcemente; cada tanto una ráfaga un poco más intensa las ayuda a cantar.
Me levanté, caminé unos pasos por el jardín y me senté en otra mesa con bancos que está más alejada de la casa, bajo un pino antiguo y majestuoso, con ramas que llegan hasta el piso. No escribo sobre la mesa sino sobre mi rodilla derecha; mi espalda se apoya en la mesa y yo miro hacia la esquina del jardín. Un poco frente a mí pero sobre todo a mi derecha hay un grupo de arbustos llenos de frutos rojos, parecen ramos de flores. Justo enfrente veo un arbolito que no sé qué es, una zona libre con pasto, y unos metros más allá los últimos árboles del terreno y un arbusto de frutos naranjas. Desde acá, todo lo que no es vegetal, es cielo celeste, purísimo, inmaculado, no tocado por ninguna nube ni vapor de agua ni humo ni estela de avión ni vuelo de pájaro, nada de nada, eterna superficie milagrosa que se renueva cada día.
Miro la pared de árboles y descubro frutos naranjas y rojos entre las ramas verdes. Al principio, el ojo ve una misma mancha verde, pero al rato de mirar, descubre que ese verde está compuesto por un montón de colores (como esos cuadros dónde, si uno se acerca, descubre que cada color está compuesto por muchas pinceladas de distintos colores).
El sol atraviesa suavemente las ramas del pino y dibuja sombras movedizas sobre el papel de la libreta. También aparece la sombra de mi hombro y a veces la de mi mano que escribe. A mi izquierda, sobre mi cabeza, las ramas del pino dibujan filigranas oscuras sobre el cielo claro.
Estuve caminando por el jardín, escuchando mis propios pasos sobre las hojas secas. En las zonas húmedas del suelo crece musgo. Junté semillas de cosmos para probar si crecen en casa. Además de por sus colores hermosos, los cosmos siempre me fascinaron por su nombre.
10.05.25
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