155
- Marina Pérez Muraro

- 7 dic
- 5 Min. de lectura
Actualizado: hace 2 días
Una pareja joven en el colectivo, suben después que nosotros, se sientan enfrente nuestro pero del otro lado del pasillo. Los veo al instalarse, después me pongo a leer; empiezo un libro muy hermoso que llegó a mis manos antes de ayer (Diario de menopausia de Laura Wittner). Cuando el colectivo sale de mi radio habitual de acción/desplazamiento dejo de leer y me pongo a mirar por la ventana, disfrutando del miniturismo urbano, un domingo agradecidamente fresco después de la primera mini ola de calor de diciembre; disfrutando la compañía de Pablo, a mi lado, también leyendo.
Un niño se asoma a la ventana de un edificio, movedizo; forcejea jugando a pelear con alguien que no veo, araña la red que lo protege. La vida en las ventanas.
Gira el colectivo. En una construcción derruida, entre la mampostería desecha, asoman una plantas altas e indómitas. La vida en las ruinas.
Otra calle, alguien sentado en el cancel de una casa mirando pasar la tarde. La vida en las calles.
Miro hacia mi izquierda. El muchacho de la pareja joven que me llamó la atención al subir acaricia la cabeza de su compañera con delicadeza. Ella entrecierra los ojos, adormilada, entregada al mimo; él la acaricia como masajeando y aliviando un dolor invisible. Son bellos, jóvenes. Él parece salido de mi adolescencia por el corte de pelo, algo en su expresión; al mismo tiempo es bien del presente. Ella es pequeña, delgada, pálida, pelo y ropa negros, los ojos delineados prolongando sus curvas. La vida en los colectivos.
Otra vez miro por la ventana, se suceden los detalles: una reja con un dibujo original, enredaderas cubriendo una casa, gente caminando, cielo fugaz, calles nunca vistas. Me gustaría ser una cámara y filmar lo que veo. Y al mismo tiempo, siento que miro así gracias a leer a Laura Wittner.
Tomamos el 127 para visitar a Santi, el sobrino de Pablo, en su nuevo trabajo, un bar en Villa Urquiza. Iba convencida de que laburaba en una cafetería, mentalizada a pedir un café, y al llegar descubrí que labura en una cervecería, así que el café se transformó en una IPA en la terraza sobre el bulevar, cerca de las copas de los árboles, solos porque era temprano. Cuando salimos fuimos a pasear por el barrio y llegamos buscadamente a Parque Chas. Paseamos por Liverpool, Berlín, Marsella, y salimos a Avenida de los Incas en busca del café postergado. Ahora estamos en un bar sobre la avenida, en la vereda por esquivar el interior, en el radio auditivo de una señora mayor indignada con todas las familias, propias y ajenas, que pontifica a viva voz. El cielo está cubierto y la luz diurna va menguando lentamente. La avenida es de doble mano y bastante transitada, el sonido de motores es casi permanente. Pero hay bastante cielo y venimos de pasear por barrios residenciales, minipueblitos enquistados en la urbe que pacificaron el ánimo, y eso todavía dura. Sobrevive incluso al frenazo de un 123 que paró bruscamente en la esquina, a pocos metros de donde estamos, y que tiene los mismos colores que el 53 que pasa por la esquina de casa.
Hacia mucho que no escribía, casi un mes; ni siquiera terminé de pasar en limpio la entrada anterior. En el medio mi madre estuvo mal y se activó el escuadrón de emergencia, en el medio de la emergencia fue mi cumpleaños, cumplí 60 sin pena ni gloria. Mi madre mejoró. Empezó diciembre con su psicosis festiva, su agotamiento proverbial, la promesa de vacaciones y el aguijón acuciante de todo-lo-que-tiene-que-estar-terminado-antes-de-irme. Una barreja (guiño a Pablo) de presión y luz al final del túnel.
Estoy escribiendo con una letra muy despatarrada, no le voy a sacar ninguna foto. Se me ocurrió que también me gustaría terminar esta libreta antes de las vacaciones y llevar allá una nueva, pero no sé si va a ocurrir, queda libre un cuadernillo y medio. Veníamos pensando a dónde ir, todavía no habíamos decidido nada, cuando Elsa y Fernando nos invitaron de nuevo al trueque win-win de cuidarles su casa —su maravilloso paraíso terrenal— mientras ellos se van de viaje en su Cuartito azul. Aceptamos alborozados.
Hoy, domingo, nos despertamos muy tarde, pasado el mediodía. Yo me desperté mucho antes que Pablo pero no me gusta salir de la cama antes que él el único día que no tiene que madrugar para laburar. Así que seguí en la cama acariciándolo, dormitando de a ratos y pensando en mi vida. Estuve a punto de agarrar un libro y ponerme a leer en la cama con la claridad difusa del día pero preferí no meter nada externo en mi cabeza, dedicar ese rato sin ocupaciones, sin entretenimientos, sin distracciones, para dialogar conmigo misma. Fue un rato largo y me vino muy bien. Aclaré varias cosas que estaban flotando como boyas sin manija. Después, al desayunar, Pablo me leyó un fragmento del nuevo libro sobre el silencio que se compró (le interesa el tema, va para especialista o coleccionista) donde cuenta que un científico americano hizo un experimento con personas a las que les pidió que estuvieran 15 minutos con sus propios pensamientos y más de la mitad no lo pudo soportar, les generó angustia, ansiedad, fastidio, incomodidad, etc. Algunos hasta prefirieron infligirse una descarga eléctrica que seguir así. Me sorprendió (a Pablo, no). A mí me pasa al revés: lo que me crea ansiedad, angustia o fastidio es no poder estar conmigo misma. No me puedo imaginar una vida sin introspección.
El cielo está bien azul, azul como en la hora azul, hace mucho que no veía este color. Tal vez se fue de mis barrios y quedó en Villa Urquiza.
Pablo lee pero ya pagó la cuenta del bar. Tenemos que encontrar el camino de regreso y viajar una hora, así que estaría bueno ir dejando. Hasta la próxima (espero que sea pronto).
7.12.2025
P.D. En las páginas de Laura Wittner que leí en el viaje de ida en el 127, cuenta una serie de coincidencias, confusiones, olvidos y azares alrededor de libros, poemas y el colectivo 108 (una línea que no frecuento y creo que jamás tomé). Al desembocar en la esquina donde tomar el colectivo de regreso a casa, nos topamos con el 108 (su parada y un ejemplar mismo del rodado). Como dice Laura Wittner en una frase que me encantó como corolario a todo eso: Este tipo de coincidencias parecen ser el esqueleto de la mayoría de mis días. De ínfimas a gigantescas, se encadenan en una trama poética que gusto de llamar "la vida".
Avanzo unas páginas más allá llegar a casa. Ahí cuenta de su diario íntimo íntimo que escribe desde los 19 años y del diario para publicar que estaba escribiendo —y ahora yo leo— y la relación entre ambos: ahora que escribo este diario abandoné bastante el otro, el íntimo íntimo, y a veces temo que eso me este alejando de la introspección, lo que es absurdo porque prácticamente vivo en un estado introspectivo. Nueva coincidencia de las que urden la trama poética de la vida: 2 o 3 horas antes, al escribir, usé la palabra introspección después de mucho tiempo sin usarla, muchas décadas desde que masticaba la idea de que una clave de mi personalidad es la capacidad introspectiva (sobre la base general de que su diario íntimo íntimo me recuerda mi Cuaderno de lecturas y su diario para publicar a mis cuentogotas y Libretas). Me siento escribiendo a dúo con Laura, no como si escribiéramos lo mismo sino como si avanzáramos juntas, dos nadadoras en carriles paralelos (comparación que me inspiró ella, obviamente, porque va a nadar todos los martes, según se desprende de su diario). Me dio ganas de enviarle mis Apuntes del natural (hace más de una década intercambiamos mensajes privados en feisbuc, ¿se acordará?). En realidad, si no fuera tan tímida, la invitaría a tomar un café (o té, mate, lo que sea, ya que escribió que no se toma un café con cualquiera).







Comentarios