top of page
Buscar
Marina Pérez Muraro

50

Todo brotó. Florecieron los malvones, los claveles del aire; la mandevilia largó pimpollos. Explotó la primavera y el tiempo está hermoso. Escribo en el jardín del edificio, es domingo pasado el mediodía, solo estoy yo, en un banco bajo unos árboles porque bajo el sol directo está muy fuerte como para escribir. Cada tanto cantan pájaros y se escucha un rasgueo que parece de ukelele más que de guitarra; algún vecino practica, me intriga quién será (no es Rubén), ¿tal vez el vecino del 4to al que Rubén dio clases tiempo atrás?

Bajé porque en mi balcón ya no da el sol. Además, mi balcón tiene un nuevo jardinero que se volcó por lo productivo más que por lo ornamental y ahora parece un vivero lleno de plantines, una mini réplica del Establecimiento Las Marías, y solo queda espacio libre para estar de pie. Será así hasta la próxima cosecha.

Voy cambiando de instrumentos de escritura porque con todos me sale una letra horrible, pero me parece que la culpa no es de los instrumentos sino de la libreta, de mi período de adaptación a esta nueva libreta, al grosor de su lomo, al movimiento de sus hojas, etc. Canta el pájaro que tanto me gusta y calló el rasgueo.

El fin de semana pasado no escribí porque trabajé los dos días. Ayer adelanté trabajo atrasado hasta un punto que me permite hoy relajarme (iba a poner “descansar en paz” pero suena horrible). Hasta logré hacer yoga anoche. Igual, me permití dejar el proyecto 2 en suspenso hasta que vuelva a tener más tiempo disponible, porque además de no escribir la semana pasada, tampoco tuve tiempo de pasar al blog lo que escribí la última vez. Prefiero mantener un buen ritmo con el blog que escribir mucho acá y que quede sin el siguiente paso.

Me siento calentando los motores, precalentando antes de la largada, todo esto un largo preámbulo preliminar. ¿Preliminar a qué? ¿Cuándo arranca lo que “de verdad” quiero (o puedo) escribir? (Me saludó Rubén dese el balcón pero me hizo señas de que ahora no baja. Manuel no está, fue a almorzar con sus abuelos y primos.)

Hoy vine sin ninguna idea previa, como antes, solo con muchas ganas de reencuentro. Esto no es un diario, no tengo ganas de escribir ni lo que me pasó a mí, ni lo que pasó en el país en estas dos semanas (flor de montaña rusa), ni lo que pasa en el mundo (como escribí en la despedida de un mail antes de ayer: agradezcamos que el cielo, aunque amenaza, todavía no cayó sobre nuestras cabezas). Entonces, esto se parece mucho a otras sesiones de escritura libretística: sé de qué no quiero hablar, tengo ganas de escribir, y estoy en blanco. La novedad es, además de esta libreta blanda a la que me tengo que acostumbrar, que hoy estoy en el jardín y es primavera. Hubo por lo menos una vez que escribí en el jardín, pero no me acuerdo mucho de la experiencia salvo del membrillo del jardín refulgiendo al sol (ahora está con menos flores y más hojas verdes). Aquella vez buscaba el sol, todavía era invierno; esta vez me viene mejor la semisombra. El sol pasa a través de la copa de un árbol verde pero no frondoso y hace un dibujo de sombras en el suelo, en mi cuerpo y en mi cabeza, siluetas de hojas negras con machones luminosos en el medio. Al lado está el níspero que sí tiene una copa tupida y llena de frutos cada vez más naranjas (desde arriba, desde el balcón, se ve cómo se anaranja con los días). Naranjea el níspero como si quisiera cambiar de frutos. ;-)

Voló un panadero. Hay una brisa agradable, da movimiento al aire y bambolea las hojas de los arbustos. Escucho voces de vecinos pero no entiendo qué dicen. Llegué al centro del primer cuadernillo de la libreta, se ven tres puntadas de hilo oscuro cortas como guiones y muy separadas entre sí (claro, la costura es “larga” del lado de afuera, sobre el lomo, pero del lado de adentro el reverso de las puntadas son cortas).

Miré para arriba y me percaté de que estoy bajo el límite de la copa del ficus, el árbol más grande y tupido del jardín (amenazado por algunos vecinos pero todavía invicto) pero su sombra está más allá, no es la que me protege del sol. Estoy con una remera de mangas cortas al aire libre por primera vez en meses. Qué lástima que el jardinero que conseguí para el edificio se borró. Laburó bien, cobró barato y los vecinos quedaron contentos, todo ideal excepto que no volvió más. Una pena. Con un poco de cuidado esto quedaría mucho más lindo.

Parece que hoy la inspiración no llega. Tal vez el problema es que la estoy esperando. Como la canción infantil, “que llueva, que llueva” (de chiques cantábamos “la vieja está en la cueva”, hace no tantos años descubrí que es “la Virgen de la cueva”; lo nuestro era más ateo). Escribo cualquier cosa mientras una parte de mí examino lo que escribo por encima del hombro, con un aire a “está bien para empezar, pero más vale que no sigas así” y otra parte de mí invoca a las musas con una plegaria más bien ansiosa (“que lleguen, que lleguen”…). Levanté la vista antes de barruntar cualquier conclusión y cayó sobre un arbusto bien verde, tan iluminado por el sol que las ramitas que sobresalen del conjunto relucen casi amarillas mientras son sacudidas por el aire que las atraviesa. Qué imagen tan bella, ¿y cómo se traslada al papel, con palabras, sin colores? Recordé a Flaubert, Maupassant y el consejo de mirar un árbol, etc., y no le vi sentido. Algo que me enternece del arbusto es que me hizo pensar en un animal. Es un arbusto, no se mueve por sí mismo, y sin embargo las ramitas me dieron la sensación de bracitos saludando, un animal peludo y amigable disfrutando del sol como yo. (Rubén me avisó que baja para sentarse al sol.)

Asomaron unas nubecitas algodonosas en el cielo, o tal vez ya estaban y yo no las había visto. Ocupan la franja inferior, sobre ellas reina el celeste. Ya se van yendo. Ayer leí un tuit de alguien que decía que “me voy a ir yendo” es la expresión más bella del castellano. A mí también me encanta, siempre me gustó.

Llegó Rubén con el mate y se sentó unos metros más allá, al sol. No quiere interferir ni alterar mi escritura. Ahora se escucha cantar a una mujer y las nubes siguen su viaje. Otra vez me acuerdo de El sol del membrillo, la película de Erice. En el registrar lo que ocurre se puede ir la vida, ¿y une está ahí? ¿Se “va” la vida? ¿Se va a ir yendo? “Pasa” la vida. El tiempo pasa. No vuelve, la vida, no tiene sentido pero tiene dirección, decía Tipi, y eso me hace acordar una frase de mi Libro de Lecturas que me gustaría copiar acá.

Se acerca Rubén con un mate, hablamos de un pájaro que pasó sobre nuestras cabezas, le pregunté quién canta, me dijo que no sabía pero se preguntó por qué siendo joven cantaba tangos en vez de rock. Ahora la voz se puso a cantar “Recuerdos de Ipacaraí” y con eso se reivindicó un poco, dijo. Rubén se volvió a su lugar, unos metros más allá, y se debate entre hablarme o no. Parecemos una película iraní, quietos, con largos silencios entre una frase y otra y sonido ambiental.

Encontré la frase que quería copiar, es medio larga pero va completa.


Tipi dijo una vez (pero se lo debe de haber escuchado a otro) que la vida no tiene sentido pero tiene dirección, porque nos dirigimos inevitablemente hacia la muerte. Borges sentía que todo lo que le pasaba era “un instrumento”, un material, arcilla para escribir algo con eso. Pero no es cierto que nuestros actos, o los hechos que vivimos, se dirijan a una frase, a una palabra. Nada se dirige a ningún lado (ni siquiera, creo, hacia la muerte; lo que pasa es que la única certeza que tenemos es que vamos a morir –de todo lo demás se puede dudar, excepto de eso– pero de ahí a deducir una dirección me parece demasiado). Más bien es como sentí días atrás: pasa el tiempo, y aunque nos quedemos sentados igual llega enero, igual llega febrero, después marzo, y lo que parecía tan lejano se hace presente y ya pasa de largo. “Todo lo cercano se aleja”, es cierto, pero también lo lejano se acerca para después alejarse; y cuando es recuerdo, se desdibuja. Que algunas personas intenten hacer algo con eso no significa que “las cosas” estén dirigidas a la literatura. En todo caso uno, en medio de tanta liquidez, se refugia donde puede. 21.1.1995


Si escribir es un refugio como cualquier otro… ahora me acuerdo de la conversación con Silvia, días atrás; ella está planeando dos viajes con amigas y me dijo que le gustaría hacer un viaje conmigo. Le contesté algo que siento hace mucho y creo que nunca le dije a nadie: ya no me entusiasma viajar. Me entusiasmó mucho durante muchos años, tuve la suerte de poder hacerlo entonces, cuando me entusiasmaba (se fue Rubén y se asomaron dos vecinas desconocidas que también se fueron); recuerdo la sensación maravillosa de llegar a un lugar nuevo, desconocido, y sentirme revolucionada; es como una droga, un estado alterado por el entorno, muy copado, ¿y después, qué? Después pasó el efecto, volvimos a la vida cotidiana, pasó el sacudón, yo por lo menos olvido lo que viví, pero gastamos un montón de plata en el viaje (literal y figurado). No se lo dije a Silvia pero va la continuación: prefiero invertir mi energía en búsquedas de bienestar que son más perdurables (y, de paso, no implican dinero, salvo que el tiempo libre es dinero, como sabía Arlt). (Me moví del banco a la sombra hasta el lugar donde estaba antes Rubén al sol, una parecita de ladrillos de 40 cm de alto aprox.)

Todo se une: la escritura como un refugio posible, equivalente a cualquier otro, los viajes como droga, alteración violenta de la rutina que nos gusta porque nos hace sentir diferentes a nosotres mismes, y mi búsqueda actual, interior, introspectiva, paciente y perdurable, el hábito, los pequeños mojones cotidianos de bienestar más que el saque escandaloso de un trip que te sacude pero después se va. Otra forma de plantearlo: viajando, esperamos que el entorno nos modifique. Prefiero intentar modificarme a mí misma antes que al entorno (y en esto radica la diferencia fundamental con Rubén, que está convencido de que su vida cambiaría si y solo si cambia su entorno).

Está divino el sol. Otra vez canta el pájaro que tanto me gusta (Rubén dice que es un mirlo, pero ya no canta antes del amanecer sino cuando le place). Hace horas que escribo, me va a llevar un buen rato transcribir todo esto. Pero no quiero parar.

Ya no diría que la escritura es un refugio, como dije en el 95. Me gusta la palabra refugio, pero ahora no la siento apropiada para representar mi relación con la escritura. Un refugio es a donde vas para escaparte del mundo, de lo que te lastima o molesta, pero no es un lugar para vivir. En eso se parece a un viaje (si un viaje se convierte en un lugar donde vivir ya no es un viaje sino una mudanza –y también viví esa experiencia–). Sigue ganando “hábito”, me enamoré de la palabra porque le encontré un nuevo sentido. Una acción que se retoma, una relación conmigo misma que mantengo a lo largo de los días, que no depende del entorno, que ya echó raíces dentro de mí, se enraizó y sigue creciendo. Una conversación conmigo misma que me acompaña incluso cuando callamos (en plural, callan todas las partes de mí que intervienen en esta conversación dominguera). (Me voy desplazando por la parecita porque la sombra se va corriendo y quiero seguir al sol).

Ahora veo la sombra del marcador finito con el que escribo nítidamente dibujada sobre el papel. Cuando levanto la mano porque hago una pausa en la escritura, la sombra se retira. Cuando acerco la mano al papel, reaparece para juntarse con la punta del marcador en el exacto lugar donde estoy escribiendo. Es curioso el efecto, parece que hubiera dos marcadores escribiendo exactamente lo mismo al mismo tiempo porque la sombra tiene casi el mismo grosor que el marcador real y ambos se ven igualmente definidos. Escribe el marcador real que mueve mi mano y al mismo tiempo ese otro marcador negro que surge desde abajo se une al real y ambas puntas escriben lo mismo. Una buena imagen del inconsciente participando en todo lo que hago, ¿no?

Bueno, ahora sí, dejo acá. Buena cosecha, me parece. Será la primavera auspiciosa que derrama sus frutos.

26.9.2021



24 visualizaciones0 comentarios

Entradas Recientes

Ver todo

Comments


bottom of page