Fin de mes y yo sin escribir desde que empezó febrero. Estos días pasó de todo: me fui a la quinta, al volver Rubén estuvo mal, cuando mejoró Rubén, se puso mal Silvia, muy mal; y además recomenzaron todos mis trabajos. Lo que no tuve, sobre todo, fue ESPÍRITU para escribir. Hoy estoy de nuevo acá, intentando retomar el hábito y reconectar con el ritual. Es domingo de Carnaval, mañana y pasado son feriados. Llovió mucho, ahora paró, pero es posible que vuelva a llover. Está nublado, el cielo inundado por luz plateada. Todo lo verde se zarandea. Escribo con un lápiz negro, sentada en la cama, con la libreta plegada sobre sí misma, apoyada sobre un almohadón. Le saqué punta al lápiz después de escribir 7 líneas, me gustaba más la letra que salía con la punta gruesa. Se desliza bien el lápiz, me ayuda, la mano se mueve a buena velocidad. Compruebo, una vez más, que la gestualidad material de la escritura manual (rima involuntaria) me hace sentir bien. Tengo un rato para escribir antes de hacer el almuerzo. Tengo que negociar entre la necesidad de ponerme a escribir sin límite previsto y mi sentido del deber familiar (prometí hacer buñuelos de espinaca). Sería ideal despertar al genio de la escritura ahora mismo, en breve, pero sospecho que me va a costar invocarlo. Hace mucho que no lo convoco, y cuanto menos lo llamo, más cuesta despertarlo. ¡Iujuuu! ¡Geniecillo! Espíritu juguetón, ¡aparecé! Estoy acá, con papel y lápiz, garabateando palabras a la espera de que tu presencia encarne y se manifieste. Mientras lo espero y lo deseo, voy a tratar de contar lo que me pasó ayer (ahora hay un vecino en el patio y voces fuertes) cuando terminé de hacer yoga. En vez de 5 minutos, me quedé 10 en Savasana, relajada, en el suelo, con la sensación agradable de los estiramientos y el esfuerzo, sintiendo mi cuerpo; cerré los ojos y apareció un verde muy bello, que nunca había visto. Fueron alternando el verde y el azul, bailando, como manchas móviles del lado de adentro de mis párpados cerrados. Me dio mucha paz, se relajó mi mandíbula, mi cara, todo mi ser; me levanté en un estado de serenidad muy bienvenido. Anoche, en la cama, tratando de dormir, tuve la imagen del que vuelve a su hogar (a su primer hogar allí donde nació) después de un largo peregrinar, y me pregunté: si yo volviera a mi primer hogar, ¿a dónde volvería? No a las cuatro paredes del departamento donde viví recién nacida, ni al departamento donde viví la mayor parte de mi infancia. No a las personas que me criaron (las sigo viendo a sus 80 y pico años). Tenía esa imagen-sensación del viajero que, adulto, vuelve a la casa familiar de dónde se alejó en su juventud y reconecta con su infancia. ¿Dónde está eso para mí? No está para la gran mayoría, supongo que somos muchos más millones los que no tenemos una casa familiar a la que volver que los que sí. ¿Puedo recuperar algo de eso en mí misma, puedo volver a mi hogar infantil reconectando con alguna esencia de mi infancia que guarde todavía? (Me gusta la palabra “esencia” porque también puede significar “aroma”). Se impone por su propio peso el recuerdo de mi poema “Mélanos”, producto de una visita de mi geniecillo mientras dormía y al despertarme, hace muchos años. En ese sueño, el viajero no reencontraba su infancia. Anoche sentí que sí era posible, no en los restos materiales sino en la memoria. Es lo que dice la última frase de “La vie standing there”: “sí es posible un reencuentro con el propio pasado, pero adentro de uno mismo, en los sueños y en la memoria”. O sea que vengo preguntándome lo mismo desde hace, más o menos, la mitad del tiempo que viví, y que siempre me respondí más o menos igual. Hoy es un día para pastiche de frases, parece. Ahora me vino a la mente el final del “Diálogo bajo un carro” de Saer (“…en el que los sueños convictos de estos siglos ruidosos recibirán, de los verdugos de sueño, su condena.”). Tal vez porque, además de la preocupación por los que quiero, en estos días también me embargó el pensamiento de que el mundo se va al carajo. Ayer la danza del verde y el azul me rescató de esa sensación, al menos por un rato. Me está agarrando hambre. Voy a tener que dejar, no por sentido del deber familiar sino porque me pica el bagre. Me gustaría volver, hoy, mañana, en breve. Mi geniecillo sigue roncando, tengo que hacer más ruido para despertarlo, más entrenamiento, más ejercicio. “Duerme como un lirón”, se dice, y durante muchos años fue una frase tautológica porque lo único que sabía de los lirones era que eran seres que dormían mucho. “Duerme como un bebé” la entendí cuando nació Manuel y lo vi dormir, transmitía una paz inmensa. Duerme, negrito. Summer time. 27.02.22
Marina Pérez Muraro
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