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Marina Pérez Muraro

Diecisiete

Cinco días de lluvia, no constante pero por momentos muy intensa, y algunos días de nuevo con frío. Todavía no volvió el sol pero hoy no llueve, aunque pronostican que mañana sí. Aprovecho el descanso del sábado para escribir en el balcón con birome. El cielo sigue parejamente gris y luminoso. El techo del galpón se ve gris también pero más oscuro; ahora que no está asediado por las oleadas de lluvia que levantaban nieblas blancas sobre él, veo mejor las líneas irregulares y oscuras del material que sella las uniones y las franjas más anchas y difusas que deja el óxido en su camino hacia el borde. La pared tiene un primer sector junto al techo donde todavía se ve el gris original de las chapas, pero 20 o 30 centímetros más abajo empieza el color óxido. La transición entre los dos colores forma un dibujo irregular, con subidas y bajadas, a lo largo de toda la pared. Me gusta ese dibujo, me gusta el pasaje entre los dos colores, que no es neto, limpio, sino salpicado, (diría irregular por tercera vez, lo censuro) (no se me ocurre otra palabra, ¡con tantas que existen!) (…) El níspero está lleno de frutos que se anaranjan con los días. Las otras copas están bien verdes. Hoy estuvieron podando el jardín, en breve lo reabrirán después de tantos meses cerrado.

Aprovecho mi descripción del galpón para aventurarme con el tema de las descripciones en general. A mí me gustan cuando las leo. Me acuerdo una anécdota de hace décadas: presté o regalé a una amiga un libro que a mí me había encantado; cuando mi amiga me explicó por qué le había costado leerlo me dijo “esas descripciones…” y yo contesté “¿qué descripciones?” Ni siquiera las había notado. Pero es cierto que muchas veces sentí que la descripción que leo no me hace ver el objeto descrito sino la maestría del/la escritor/a. Y también me pasa que las descripciones de paisajes a veces me aburren. Esto como lectora. Como escritora, es peor. Por ejemplo, ahora, este intento: tengo delante de mí un objeto, el galpón, en unas circunstancias (está nublado pero no llueve como el otro día; mientras escribo esto empieza a despejar suavemente y un brillo solar le da al techo un tinte dorado) (como vemos las circunstancias cambian todo el tiempo). Vuelvo al objeto: es simple, un galpón, si hubiera que dibujarlo alcanzaría con tres líneas horizontales y algunas líneas oblicuas, algunos cuadrados para las ventanas, podríamos ahorrarnos las verticales de la chapa acanalada; y si quisiéramos pintarlo podríamos usar “una paleta reducida” como dicen al describir cuadros. Con unos pocos colores se podría reproducir las formas, tonalidades, resplandores que yo veo ahora. En comparación, el lenguaje me resulta tan limitado que por eso cuando terminé mi descripción interrumpí la escritura para sacarle una foto, por aquello de “una imagen vale más que mil palabras”, sentí que no lograba hacer ver lo que quería. Tampoco con la foto, necesitaría más conocimientos fotográficos y posiblemente una cámara mejor, no la del celular, para que la foto no solo muestre el objeto en sí sino cómo lo veo yo ahora. Acá hay otro aspecto de la descripción (lingüística o pictórica): está el objeto y quien mira y lo reproduce (con palabras o colores); quien mira también percibe, siente, tiene emociones. Cuando nos mudamos a este departamento, el galpón no me gustaba, me parecía feo y deprimente, trataba de no mirarlo. Ahora ya no sé si me acostumbré o le tomé cariño, pero le veo cierto encanto. Me imagino una buena foto del galpón, solo, aislado, sin mi departamento cerca ni el jardín, una foto urbana de una belleza triste, de algo entre abandonado y en uso, como tantos seres de la ciudad. (Se levantó un viento fresco y me abrigué.) Pero nada de esto logré transmitirlo en mi descripción inicial. Hay tanta distancia entre el objeto ante mis ojos, mis percepciones y lo que logro hacer con palabras, que el camino entre ambos me resulta largo y frustrante. Me gusta leer descripciones pero no me gusta escribirlas, ja, podría resumirlo así. Ahora mismo siento que doy vueltas y no logro decir lo que quiero decir. Parece tan inmediata la percepción, tan instantánea (por más que se desarrolla en el tiempo y que cuanto más contemplo un objeto, más cosas percibo, nuevos planos se abren); en comparación el lenguaje es sucesivo, lineal, acumulativo, diría que su mismo poder de precisión atenta contra su eficacia en ciertas ocasiones. Cuando más siento esto es cuando quiero contar un sueño; hay cosas que en los sueños están presentes, tangibles, activas, pero cuando quiero hablar de ellas despierta necesito muchas palabras para describirlas; necesito hablar un rato para explicar algo que en el sueño era instantáneo. Es lo mismo cuando intento describir un objeto real. Todo el tiempo recuerdo la anécdota que me contaron hace años: Maupassant le pidió a Flaubert un consejo para aprender a escribir y Flaubert le recomendó que mire un árbol, algo así como “mirá un árbol todo el tiempo que necesites hasta que puedas describirlo con palabras” (creo que era esta la idea). O, como dijo Alejandra, habrá que mirar la rosa hasta pulverizarse los ojos. Pero ahí me voy absolutamente para otro lado, ya no importa si describí o no la rosa sino qué pasó con mis ojos.

A todo esto, despejó. Por fin, después de tantos días, el cielo está celeste. A esta hora no tengo sol en el balcón, tendré que salir a buscarlo. Me gusta el aire en el balcón. Se va llenando de flores.

24.10.20


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