Llueve intensamente. Después del bochorno del domingo, el diluvio del lunes. Lo que captura mi atención es el techo del galpón de al lado. Es gris, plateado quizá, plateado oscuro, y el viento empuja la lluvia sobre él con tanto ímpetu que forma olas. La lluvia es una cortina de agua, literalmente, entre mis ojos y más allá de mi balcón hay un velo tenue, semitraslúcido. Las ráfagas empujan esa cortina de agua hacia la parte alta del techo, pendiente arriba, con el mismo movimiento de las olas en el mar. La superficie plateada oscura tiene casi el mismo color que el cielo cubierto por completo, gris ominoso, y el mismo color del mar cuando llueve. Parece como si el techo reflejara el color del cielo, como hace el mar, aunque sé que no es así, que el techo es siempre de este color, es el cielo el que coincidió hoy con él. Cuando llegan al borde las gotas de lluvia caen en chorros como cascadas. Tengo un mar que termina en cascadas, un oleaje furioso a pocos metros de mi balcón. Por debajo del techo, el galpón sigue en paredes de lata oxidada, mayormente cobriza, con ventanales sucios y rotos. En medio del gris que lo rodea, el color del óxido me provoca ternura. Me asombra que pueda parecerme tan bello algo que con otra luz solo me parece una construcción utilitaria y fea. Hoy es bella, me quedo mirándola y me siento frente al mar, las gotas de lluvia me salpican, el aire está húmedo y vibrante de aromas, ninguno marino pero igual me empapan. Oscurece, ya no veo las olas. Escucho los bramidos del cielo, la caída continua. Las ramas del jardín se agitan.
19.10.20
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