Por ver si daba regalárselo a una amiga, releí unas páginas de El idioma materno de Fabio Morábito y me sentí tan identificada en tantos aspectos de mi escritura que no pude resistir la tentación de citarlo acá.
Verso y prosa
La mayor diferencia entre la prosa y la poesía no radica en una cuestión de ritmo, de música o de mayor o menor presencia del elemento racional. En estos rubros, en contra de la opinión corriente, prosa y poesía son iguales. La verdadera diferencia, diría la única, es que sólo hay una forma de escribir un poema, y es verso a verso, mientras no se escriben un cuento o una novela línea por línea. El cuentista y el novelista siempre saben un poco más de lo que están escribiendo; el poeta sólo sabe, de lo que escribe, el verso que lo tiene ocupado, y más allá de él no sabe nada; así, cada nuevo verso lo toma de sorpresa. Todo poema está fincado sobre la sorpresa de quien lo escribe y, en consecuencia, sobre su nula voluntad de construir algo, que se reafirma a cada paso, en cada verso. Siendo en mucha mayor medida que la prosa un arte de la escucha, la poesía debe ajustar cuentas con cada paso que da, antes de concebir el siguiente, y por eso carece de expectativas. La prosa, en cambio, es industriosa. Se dirige hacia un punto, todo lo nebuloso que se quiera, pero real. Como un hombre que avanza por un sendero en medio de una espesura sofocante, no puede ver más allá de unos cuantos metros, pero algo ve; la poesía es como un hombre en una cueva oscura, que antes de dar el siguiente paso debe afianzar ambos pies y encomendarse a Dios. En esto radica su mayor dificultad, pero también su condición más indolora con respecto a la prosa, que es dolorosísima, porque al admitir cierto grado de planeación, nunca se deja abandonar por completo y absorbe a su autor aun cuando éste no escribe, mientras que el poeta, no pudiendo planear nada, cuando interrumpe su poema para dedicarse a otra cosa, lo olvida fácilmente y no lo recuerda hasta el momento en que lo reanuda. La prosa es tiránica e implacable, pero juega limpio; la poesía es huidiza y engañosa: no concede nada, no promete nada. El último verso de un poema sella algo que un segundo antes no existía. No hay pues poemas truncos. En cambio, toda la prosa, en un sentido, es inconclusa.
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La capa exterior
Dicen que los traductores simultáneos retienen muy poco de lo que traducen; la rapidez con que vierten palabras de uno a otro idioma los hace quedarse en una zona del sentido lo bastante profunda como para saber de qué están hablando, pero como no pueden extender su capacidad de retención más allá de un número corto de frases, les es difícil captar alguna contradicción o incoherencia que comprometan enunciados más largos. Viven al día, por así decirlo, pendientes de las peripecias inmediatas del sentido y marginados de sus alcances globales. Ocurre lo mismo con los revisores de las pruebas de imprenta, cuya atención se concentra en la capa más exterior del lenguaje, en busca de erratas y deslices tipográficos; comprenden lo que leen pero a vuelo de pájaro, atentos a la solvencia discursiva más que a su consistencia de fondo. En ambos casos podríamos hablar de una distracción o de una sordera bajo control. En cierto modo la poesía lleva esta sordera vigilante de los traductores simultáneos y de los correctores a su grado más refinado. Siendo el género discursivo que descansa como ninguno en la vinculación estricta de las palabras, donde éstas se hallan al servicio, más que de un sentido global, de las asociaciones y vecinazgos que establecen ante nuestros ojos, reencontramos en ella la atención epidérmica, a vuelo de pájaro, de los correctores y de los traductores simultáneos, con su misma actitud circunspecta ante un sentido general que se presume existente pero que es difícil aprehender. Esto se hace claro a medida que releemos un poema que nos gusta; el “asunto" del mismo se desvanece y quedamos como apresados por el engarce de un verso con otro, de una palabra con otra, hechizados por esta o aquella imagen que quisiéramos sustraer al poema mismo, y a fuerza de relecturas el propio significado de los versos se desvanece, casi diríase que nos estorba, y queda la capa exterior, el puro sonido y el puro ritmo, el poema como un rezo o un conjuro, intraducible ya, duro como una piedra o como un idioma recién inventado.
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Surcos
Para huir del tedio del salón de clase acostumbraba en mis primeros años escolares trazar en una hoja una carretera imaginaria, una línea sinuosa que la cruzaba de un extremo a otro y a la que después yo añadía unas desviaciones para que ganara complejidad. La recorría con el lápiz una y otra vez, hasta que las líneas se convertían en surcos, luego abría nuevas desviaciones que se convertían en nuevos surcos, y así hasta cubrir la hoja con una red intrincada de caminos. Tenía cuidado de lograr una profundidad pareja en todos los trazos, ya que el juego consistía en agarrar el lápiz y, casi sin ejercer presión alguna, deslizarlo por la hoja para que la propia carretera me guiara por su laberinto de desviaciones y ramales. Era preciso no ahondar en ningún trazo y dejar, por así decirlo, que el surco decidiera. Cuando lo conseguía, el lápiz parecía viajar solo, impulsado por los surcos y no por mi mano. Debe de haber sido mi primera experiencia de lo que llamamos inspiración. Iba descubriendo en cada "viaje" la ruta más secreta entre todas las rutas posibles, pero no tan secreta como para que no fuera susceptible de modificarse en algún punto particularmente blando o en alguna desviación de hondura menos pronunciada. Así, cada trayecto era distinto del anterior, siempre y cuando el pulso se mantuviera estable, pues bastaba un descuido, un aumento imperceptible de la presión sobre el lápiz, para que prevaleciera un único recorrido, una sola verdad sobre la pluralidad de caminos. Ignoro en qué medida ese pasatiempo contribuyó a mi inclinación por la escritura y qué tanto me proveyó de un método para, varios años después, escribir cuentos y poemas, pero seguramente en algo contribuyó a que entendiera que también la escritura es una cuestión de pulso, de no forzar la red de caminos, de ponerse en la condición de ser guiado por una huella sinuosa y comprobar que escribir es descubrir esa huella y que basta ejercer un poco más de presión de lo debido e intervenir un poco más de lo necesario, para quedar preso en un solo surco y repetir lo ya dicho.
Favio Morábito, El idioma materno, Buenos Aires: Gog y Magog Ediciones, 2021.
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