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Marina Pérez Muraro

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Me pasó algo extraordinario, difícil de transmitir con palabras, pero lo voy a intentar. Es domingo, después de un par de días de calor y sol hoy se nubló y refrescó, anuncian mucha lluvia para hoy y frío por varios días. Rubén me trajo unos mates a la cama y ahora agarré libreta y lapicera y me volví a meter en la cama para escribir. Por el ventanal veo la copa del árbol sacudida por el viento. Por una vez, pasado el informe preliminar, no voy a volver a lo que me rodea; contraviniendo mi pacto inicial, esta vez escribo con algo previo para decir: quiero contar con palabras la transformación que viví en los últimos días.


El desencadenante fue el libro de Tute Diario de un hijo que cayó en mis manos porque Rubén se lo pidió prestado a su profesora de bordado y lo trajo a casa. No lo conocía, es el primer libro de Tute que leo completo (ni sé si tiene otros), de Tute conozco montones de piezas gráficas sueltas en revistas, la web, etc. Este libro es su elaboración del duelo por la muerte de su padre, Caloi. Me atrapó, lo devoré y me conmovió muchísimo, profundamente. Hace año y medio que tenemos la muerte en la cara pero no hablamos de duelos. Con sus imágenes tan simples y potentes, Tute transmite eso, un duelo. Me conmovió y me revolucionó, me revolcó por dentro. Es lo mágico del arte, nos transporta a regiones insospechadas de nosotres mismes.

Necesité quedarme sola un rato cuando terminé de leerlo (estaba, ahora que lo pienso, como en mi época de Los elementos, en contacto con una verdad de otro plano de la realidad). Tuve un espasmo de llanto como si me diera vuelta de adentro hacia afuera y después vino lo extraordinario, único, novedoso: percibí lo que soy, aquello propio y único mío, lo que nadie más es, lo que va a dejar de ser cuando yo muera. Lo que soy yo sin relaciones (ni “hija de”, ni “madre de”, ni “pareja de”, ni “amiga / compañera / empelada de”, etc.). No tiene forma, no tiene adjetivos, no tiene biografía. No es algo que habita mi cuerpo, independiente; no puede transmigrar a ni reencarnar en otro cuerpo; cuando yo muera, simplemente va a dejar de ser. No es abstracto ni intelectual, no es psíquico ni místico; es algo físico y vital, una llama de energía.

Me dio muchísima paz sentir eso, percibir esto, me inundó la tranquilidad, la alegría y la gratitud. Traté de contárselo a Manuel y a Rubén y me fui a dormir, y en la cama me pasó algo más: con los ojos cerrados, en la oscuridad, empecé a ver un color azul bellísimo, un azul que nunca había visto; empezó como un punto y se fue expandiendo. Era un azul tan hermoso que me enamoré de él, me sentí bañada por ese azul y bendecida. Me inundé de felicidad y gratitud por vivir esto; aunque nunca más se repita, haberlo vivido una vez en la vida es un regalo del cosmos. Recordé que en su libro Elizabeth Gilbert habla de un estado de meditación en el que se ve un círculo azul y dice que se han hecho estudios del cerebro en ese estado y efectivamente se ve una zona azul en las imágenes y pensé que eso era lo que estaba viviendo, un estado mental semejante al de esa meditación y por eso veía el azul. Me dormí feliz, soñé sueños divertidos que no recuerdo y me desperté feliz.


Hace tiempo que me pregunto ¿qué es estar viva? y también me pregunto: cuando esté a punto de morir, ¿cómo voy a estar conmigo misma? ¿En paz por lo que viví, o voy a sentir que desperdicié mi oportunidad en la Tierra? ¿Qué es aquello fundamental que voy a lamentar no haber vivido cuando esté en el minuto final? Siento que es esto: haber conectado con lo que soy, saber qué soy, percibirme en lo esencial.


Esto también resuelve una vieja cuestión mía, mi vaivén entre el “adentro” y el “afuera”. Muchas veces sentí en mi vida que me desequilibro porque tengo temporadas de irme demasiado “para afuera” (atenta a lo social, laboral, político, administrativo, etc.), demasiado porque a la larga me siento mal conmigo misma, perdida, desconectada de mí, entonces para recuperarme necesito irme “para adentro”, desconectar de lo exterior para volver a conectar conmigo misma y reconstruir mi armonía; pero me gustaría poder sentirme bien conmigo misma sin necesitar tantas barreras de contención de lo externo. Después de la noche extraordinaria del azul (vamos a nombrar así la experiencia para hacerla corta) sentí que puedo conectar con eso tan profundamente interior mío y desde ahí conectar con lo exterior, sin barreras; como si hubiera saltado un paso: voy de lo más interior a lo exterior, sin protección intermedia (recordé mi poema “Durazno”, tal vez una intuición de esto 25 años atrás). Esta sensación me da mucha libertad y tranquilidad, es un alivio. Como si saber (por fin) quién soy yo, percibir mi esencia, lo que nadie más es, lo que soy más allá de cualquier descripción o relación, esta verdad no necesita protecciones ni murallas ni puede ser afectada por lo exterior. Es muy potente esto, cambia mi estar en el mundo desde mi más lejano recuerdo. Otra vez, gracias al universo por vivir esto.


Al otro día, además, percibí esa “llama interior” de Rubén; por supuesto no percibí su llama sino que conecté con cómo yo percibo su llama y pude ver con claridad qué si puedo aportarle y qué no; a él y a cualquier otra persona en el mundo.


Ya pasaron dos noches más después de “la noche del azul” y no lo volvió a ver, pero lo recuerdo y me sigo sintiendo transformada. No percibo eso mío en primer plano, pero me siento ubicada en el mundo de otra manera. Navegando las aguas de lo indeterminado, buceando las profundidades vitales, descubriendo la médula de la vida.


8.8.2021



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