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Marina Pérez Muraro

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   Y ahora, lluvia de ciudad. Densa, constante, pegajosa. Lluvia de andar despacio para no resbalar y de mojarse bajo el paraguas. Lo sé porque acabo de entrar en casa. Llegamos ayer de vacaciones; ayer orden doméstico, siesta, calor y hoy shock urbano a full con trámite en el microcentro a la mañana y estudio médico a la tarde. Ahora, relax en casa, me fui a Tornquist, no quiero ocuparme de más nada hasta que la cena esté servida y me llamen a comer (¿lo lograré?). Estoy en el silloncito junto al balcón, cae la lluvia con tenacidad y perseverancia, hay una brisa muuuuuuy leve, el cielo está parejamente gris, anochece, hay un sonido como de agua corriendo que supongo que será algún desagüe (¿tal vez del galpón?) y mi pequeño jardín manual ofrece sus verdes esperanzados, las hojas abiertas a la lluvia como manos de niñes pidiendo golosinas.

   Escribo con una birome azul común y corriente, despatarrada en el sillón, con la libreta en la mano, las piernas cansadas y una mezcla de alivio corporal porque cedió el calor con un resto de todavía bochorno. Recrudece la lluvia y el sonido a arroyo.

   El trámite de hoy a la mañana es esencial para el proyecto familiar 2023 y salió bien, así que hoy es un día para festejar. A pedido de Rubén, comeremos sorrentinos.

   El cielo es un manto de plata vieja. Cada tanto siento unas gotitas minúsculas en mi rodilla.

   Estoy muy cansada, no la mente sino el cuerpo, me cuesta escribir. Tengo ganas de descansar.

  20.01.2023


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